Hay un lugar recurrente para nosotros. Cada verano, cada mes de agosto, cuando se acerca la noche de las Lágrimas de San Lorenzo, desde puntos diversos nos reunimos unos cuantos viejos amigos y amigas de la Facultad de Bellas Artes y pasamos el día juntos. No siempre somos los mismos. A veces faltan algunos; aunque, eso sí, nunca sobra nadie. Casi siempre nos reciben los padres de la anfitriona, este año aún más contentos por ser ya abuelos. Casi siempre nos reciben y cuando lo hacen, siempre es con una gran paella para tantos como seamos. Cuando llega la tarde, ellos se retiran. Y entonces nos quedamos sólo nosotros, los tres o cuatro o los nueve o diez. Nos quedamos tomando el sol y la sombra, alrededor de la piscina, alrededor de nosotros mismos.

Ese día, durante las horas de la tarde en las que todavía el festín no te deja pensar con claridad, es vida. Es el momento que, junto a una privilegiada lista de otros instantes, cada invierno hemos recordado. El momento que desde este verano y para siempre, pintaremos de azul, verde y amarillo.

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